

Viendo el bienaventurado Francisco que por la gracia del Salvador iban los hermanos aumentando en número y creciendo en méritos, les dijo: "Por lo visto, hermanos, el Señor quiere hacer de nosotros una gran agrupación. Vayamos, pues, a nuestra madre la Iglesia Romana a e informemos al sumo pontífice de cuanto Dios obra por medio de nosotros, par a que sigamos, con su aprobación y mandato, la ora que hemos emprendido». Como les gustó la proposición, tomó a los doce hermanos y partieron para Roma…
Llegados que fueron a Roma, se encontraron con el obispo de Asís, que a la sazón se hallaba en la Ciudad Eterna. Al verlos, los acogió con inmenso gozo.
El obispo era conocido de cierto cardenal llamado señor Juan de San Pablo; era varón probo y religioso y amaba mucho a los siervos de Dios. El obispo le puso al tanto del proyecto y forma de vida del bienaventurado Francisco y de sus hermanos. Oído su relato, el cardenal manifestó gran deseo de conocerlo personalmente a él y a algunos de sus hermanos. Al enterarse de que estaban en Roma, les mandó un mensajero y los invitó a su presencia. Los vio y los acogió con devoción y amor…
Acudió, pues, a la curia y expuso al señor papa Inocencio III: "He encontrado a un varón de gran perfección, que quiere vivir según la forma del santo Evangelio y practicar la perfección evangélica. Por mi parte, estoy convencido de que por su medio quiere el Señor renovar cabalmente su Iglesia en el mundo entero". Oyéndolo el papa, se admiró y le dijo: "Tráemelo".
Así, pues, al día siguiente, el cardenal lo llevó a la presencia del papa. El bienaventurado Francisco expuso claramente todo su propósito al sumo pontífice, tal como antes lo había hecho con el cardenal.
El señor papa le arguyó: Demasiado dura y áspera es vuestra vida, si, queriendo formar una agrupación, os proponéis no poseer nada en este mundo. ¿De dónde sacaréis cuanto necesitéis? El bienaventurado Francisco le respondió: "Señor, confío en mi Señor Jesucristo, pues quien se comprometió a darnos vida y gloria en el cielo, no nos privará, al debido tiempo, de lo que necesitan nuestros cuerpos en la tierra". Le replicó el papa: "Está muy bien lo que dices, hijo; pero la naturaleza humana es frágil y jamás persevera en un mismo ánimo. Vete y de todo corazón pide al Señor que se digne inspirarte miras más sensatas y más provechosas para vuestras almas. Cuando vuelvas, comunícamelas, y yo entonces te las aprobaré"…
[Después de la oración] Se puso de pie, y al instante fue a ver al señor apostólico y le comunicó cuanto Dios le había manifestado.
Al oírlo el señor papa, se quedó muy asombrado de que el Señor revelara su voluntad a hombre tan simple. Y reconoció que ese varón no se movía guiado por sabiduría humana, sino en la inspiración y poder del Espíritu.
Y el señor papa le concedió la Regla a él y a los hermanos presentes y futuros, y le dio licencia de predicar en todas partes según la gracia del Espíritu Santo que se le concediese. Otorgó también que pudieran predicar todos aquellos hermanos a quienes el bienaventurado Francisco les confiase el ministerio de la predicación.
Desde entonces, el bienaventurado Francisco empezó a predicar al pueblo por ciudades y castillos según se lo inspiraba el Espíritu del Señor. Y el Señor puso en sus labios palabras tan apropiadas, suaves y sabrosísimas, que era prácticamente imposible cansarse de oírlo. [Anónimo de Perusa 31-36]...
Llegados que fueron a Roma, se encontraron con el obispo de Asís, que a la sazón se hallaba en la Ciudad Eterna. Al verlos, los acogió con inmenso gozo.
El obispo era conocido de cierto cardenal llamado señor Juan de San Pablo; era varón probo y religioso y amaba mucho a los siervos de Dios. El obispo le puso al tanto del proyecto y forma de vida del bienaventurado Francisco y de sus hermanos. Oído su relato, el cardenal manifestó gran deseo de conocerlo personalmente a él y a algunos de sus hermanos. Al enterarse de que estaban en Roma, les mandó un mensajero y los invitó a su presencia. Los vio y los acogió con devoción y amor…
Acudió, pues, a la curia y expuso al señor papa Inocencio III: "He encontrado a un varón de gran perfección, que quiere vivir según la forma del santo Evangelio y practicar la perfección evangélica. Por mi parte, estoy convencido de que por su medio quiere el Señor renovar cabalmente su Iglesia en el mundo entero". Oyéndolo el papa, se admiró y le dijo: "Tráemelo".
Así, pues, al día siguiente, el cardenal lo llevó a la presencia del papa. El bienaventurado Francisco expuso claramente todo su propósito al sumo pontífice, tal como antes lo había hecho con el cardenal.
El señor papa le arguyó: Demasiado dura y áspera es vuestra vida, si, queriendo formar una agrupación, os proponéis no poseer nada en este mundo. ¿De dónde sacaréis cuanto necesitéis? El bienaventurado Francisco le respondió: "Señor, confío en mi Señor Jesucristo, pues quien se comprometió a darnos vida y gloria en el cielo, no nos privará, al debido tiempo, de lo que necesitan nuestros cuerpos en la tierra". Le replicó el papa: "Está muy bien lo que dices, hijo; pero la naturaleza humana es frágil y jamás persevera en un mismo ánimo. Vete y de todo corazón pide al Señor que se digne inspirarte miras más sensatas y más provechosas para vuestras almas. Cuando vuelvas, comunícamelas, y yo entonces te las aprobaré"…
[Después de la oración] Se puso de pie, y al instante fue a ver al señor apostólico y le comunicó cuanto Dios le había manifestado.
Al oírlo el señor papa, se quedó muy asombrado de que el Señor revelara su voluntad a hombre tan simple. Y reconoció que ese varón no se movía guiado por sabiduría humana, sino en la inspiración y poder del Espíritu.
Y el señor papa le concedió la Regla a él y a los hermanos presentes y futuros, y le dio licencia de predicar en todas partes según la gracia del Espíritu Santo que se le concediese. Otorgó también que pudieran predicar todos aquellos hermanos a quienes el bienaventurado Francisco les confiase el ministerio de la predicación.
Desde entonces, el bienaventurado Francisco empezó a predicar al pueblo por ciudades y castillos según se lo inspiraba el Espíritu del Señor. Y el Señor puso en sus labios palabras tan apropiadas, suaves y sabrosísimas, que era prácticamente imposible cansarse de oírlo. [Anónimo de Perusa 31-36]...
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